Lo que parecía un recuerdo folclórico en pueblos de Bulgaria y Turquía vuelve a ocupar titulares: un equipo internacional ha demostrado que las hormigas pueden fermentar leche y producir un lácteo con rasgos sensoriales propios. El trabajo, publicado en la revista iScience, conecta ciencia, tradición y gastronomía contemporánea sin caer en la extravagancia gratuita.
El estudio, liderado por la Universidad Técnica de Dinamarca y la Universidad de Copenhague, confirma que el insecto y su microbioma actúan como un iniciador natural de fermentación, aportando bacterias, ácidos y enzimas. A la vez, recuerda que la estandarización del yogur moderno redujo la diversidad microbiana que durante siglos dio lugar a texturas y sabores más complejos.
Qué han descubierto exactamente
La investigación documenta que las hormigas rojas del bosque (Formica spp.) pueden transformar leche templada en un coágulo ácido en pocas horas. El protocolo etnográfico reproducido fue sencillo: introducir cuatro hormigas vivas en un frasco de leche, cubrirlo con tela y dejarlo toda la noche en un hormiguero, donde la acidez y el calor constante favorecen a los microbios adecuados.
Al amanecer, la leche había espesado y presentaba una acidez inicial característica, con un perfil organoléptico descrito como ligeramente ácido, herbáceo y con notas de pasto. Aunque el procedimiento es simple sobre el papel, los autores insisten en que no es algo para replicar en casa sin formación y controles.

Una receta rescatada en los Balcanes
La coautora y antropóloga Sevgi Mutlu Sirakova condujo al equipo a comunidades búlgaras que aún recordaban esta técnica, hoy casi olvidada. La práctica estuvo extendida en zonas rurales de los Balcanes y Turquía, donde la cocina doméstica utilizaba fermentos naturales estacionales cuando no había “cultivos iniciadores” disponibles.
Este hallazgo recontextualiza la historia reciente del yogur: a principios del siglo XX, la industria en Europa oriental consolidó el uso de Lactobacillus bulgaricus y Streptococcus thermophilus, una fórmula que homogeneizó el producto globalmente dando lugar al yogur moderno pero dejó atrás la biodiversidad microbiana de las recetas tradicionales.
Microbios, enzimas y ácido fórmico
Las hormigas portan bacterias lácticas y acéticas capaces de multiplicarse en la leche y producir los ácidos responsables de la coagulación. Entre ellas destaca Fructilactobacillus sanfranciscensis, conocida por su papel en la masa madre del pan, y otros géneros asociados a fermentaciones artesanas.
Además, el propio insecto aporta ácido fórmico, su defensa química natural, que acidifica el medio y abre camino a microbios acidófilos. Las enzimas procedentes del “holobionte” de la hormiga —el conjunto insecto+microbiota— ayudan a descomponer proteínas lácteas, favoreciendo la textura típica del comienzo del yogur.

Vivas, congeladas y deshidratadas: resultados
El equipo comparó fermentaciones iniciadas con hormigas vivas, congeladas y deshidratadas. Solo las vivas lograron comunidades microbianas estables y beneficiosas; en los otros casos proliferaron bacterias indeseadas o el proceso fue errático.
Los autores subrayan la seguridad alimentaria: las hormigas vivas pueden albergar parásitos y, fuera de un entorno controlado, el riesgo microbiológico aumenta. Congelar o secar puede mitigar algunos peligros, pero también altera el equilibrio del ecosistema microbiano y no garantiza una fermentación segura.

¿Es realmente “yogur”? debate técnico
Desde la perspectiva regulatoria y técnica, para denominarse “yogur” suele exigirse la presencia de S. thermophilus y L. bulgaricus. Lo obtenido con hormigas encaja más en la categoría de leche fermentada no estandarizada, aunque comparta textura, acidez y proceso general de fermentación láctica.
Este matiz no resta valor al avance: ilustra cómo otros consorcios microbianos —procedentes de fuentes naturales— pueden generar matrices lácteas con perfiles sensoriales más amplios que los cultivos industriales convencionales.

De la investigación al plato Michelin
Para explorar el potencial culinario, los investigadores colaboraron con el restaurante Alchemist (Copenhague), con dos estrellas Michelin. Allí reinterpretaron la tradición en un helado de yogur con hormigas (“ant-wich”), una crema tipo mascarpone con carácter y un cóctel lácteo clarificado inspirado en recetas históricas.
En cocina, según los chefs, algunas preparaciones admitieron hormigas deshidratadas por su textura y perfil aromático, mientras que la fermentación propiamente dicha funcionó mejor con ejemplares vivos. Son usos distintos del mismo conocimiento, aplicados con protocolos estrictos.

Seguridad, legalidad y límites
Los autores recomiendan no intentar esta técnica en casa: sin control de temperatura, higiene y patógenos, el riesgo es real. Además, en la Unión Europea los insectos se reconocen como alimentos “novedosos” desde 2018, pero cada especie requiere autorización; a día de hoy, las hormigas no están aprobadas según el Reglamento (UE) 2015/2283.
El propósito del trabajo no es lanzar un producto al supermercado, sino recordar que la fermentación es biocultural: un diálogo entre entornos, hogares y microbios que históricamente generó una gama de sabores más amplia que la actual. De ese acervo pueden surgir nuevas ideas para ciencia de alimentos y gastronomía responsable.

Este trabajo rescata una práctica casi olvidada y aporta evidencias de que el microbioma de las hormigas puede iniciar fermentaciones lácteas con personalidad propia; también deja claro que su valor está en el conocimiento y la inspiración culinaria, no en replicarla sin garantías ni en forzar una comercialización para la que hoy no existen permisos ni condiciones de seguridad adecuadas.

