Cómo el ejercicio mejora la función cerebral: ciencia, dosis y efectos

  • El ejercicio potencia la plasticidad cerebral: más riego, BDNF, sinapsis y neurogénesis, con limpieza de beta‑amiloide y efectos antiinflamatorios.
  • Beneficia ánimo y cognición: menos ansiedad y depresión, mejor memoria y atención; clave en envejecimiento, Alzheimer y rehabilitación neurológica.
  • Dosis y tipo importan: 150‑300 min/semana, foco en aeróbico (50‑70% FCM) y hormesis para evitar excesos; la fuerza suma en bienestar.
  • Epigenética y dimensión social: cambios en 4 semanas (microARN, miR‑21) y vínculos que protegen; cuidado con sobreentrenamiento y TCA.

Ejercicio y función cerebral

Que mover el cuerpo sienta bien lo sabemos por experiencia, pero no siempre caemos en que ese empujón físico transforma, y mucho, lo que pasa en la cabeza. Más allá de “estar en forma”, el entrenamiento regular impulsa procesos neuronales que sostienen la memoria, la atención y el ánimo. No es magia: se trata de cambios medibles en la biología del cerebro que la ciencia ha ido desgranando con detalle.

El reto real no es solo entrenar, sino hacerlo con la dosis adecuada, el tipo de ejercicio más conveniente y el enfoque correcto para cada persona. Entre hormonas del estrés que bajan, señales químicas que crecen, nuevas conexiones neuronales que se refuerzan y vasos sanguíneos que se multiplican, el panorama es amplio. Lo verás claro a continuación, con una guía hilada por la evidencia que explica cómo el ejercicio moldea el cerebro a cualquier edad y por qué conviene incorporarlo de forma inteligente y sostenida según una guía de hábitos y ejercicio.

Mecanismos: cómo el ejercicio reconfigura el cerebro

Cuando nos activamos, aumenta el riego en circuitos clave para la cognición; esa subida del flujo sanguíneo libera más oxígeno y nutrientes, baja la tensión muscular y favorece la limpieza de desechos. En paralelo, se disparan señales químicas como las mioquinas que libera el músculo, que viajan por la sangre hasta el cerebro para ajustar la expresión de genes que refuerzan sinapsis y promueven plasticidad.

Ese torrente de señales empuja la sinaptogénesis y espinogénesis (más conexiones entre neuronas) y activa rutas relacionadas con el BDNF, el conocido factor neurotrófico que “fertiliza” la neurona para aprender y recordar mejor. También contribuye la angiogénesis, con nuevos vasos que mejoran el suministro de oxígeno y glucosa, y fenómenos de neurogénesis en regiones como el hipocampo, sobresaliente para la memoria y la orientación.

No todo son nuevas estructuras: el ejercicio ayuda a “podar” conexiones ineficientes y a sostener la apoptosis de circuitos desadaptativos, afinando la red. A la vez, se ha observado una mejor eliminación de beta-amiloide, una proteína que, si se acumula, se vincula a la enfermedad de Alzheimer, lo que encaja con los efectos neuroprotectores descritos en personas activas.

En la vertiente química, se incrementan los niveles de serotonina y endorfinas, y suben los endocannabinoides circulantes, un combo que regula dolor, apetito, humor y motivación. Paralelamente, el IGF‑1 que genera el ejercicio se encadena al BDNF en una relación especialmente relevante para el aprendizaje y la consolidación de la memoria.

Beneficios del ejercicio en el cerebro

Salud mental: ansiedad, depresión y mucho más

Los datos epidemiológicos son claros: las personas que se mueven presentan menos síntomas de ansiedad y depresión, y el ejercicio se emplea como terapia complementaria con resultados consistentes. En programas de entrenamiento específicos, mantener la rutina durante al menos cuatro meses ha mostrado reducir de manera significativa ansiedad y depresión.

¿Qué hay detrás? La subida de serotonina y endorfinas, el aumento de endocannabinoides y la mejora del sueño ayudan a equilibrar el estado de ánimo. Además, disminuye el cortisol (la hormona del estrés), lo que se traduce en menos rumiación y mejor regulación emocional. Incluso se han descrito reducciones de comportamientos psicóticos y de dolores de cabeza asociados a tensión.

En el plano conductual y psicológico, entrenar con regularidad refuerza la confianza y la estabilidad emocional. También reporta impactos positivos en la percepción de la propia imagen, el autocontrol y la satisfacción sexual, silenciosos pero potentes motores de adherencia al hábito.

Hay beneficios específicos para el TDAH cuando se practican deportes estructurados con reglas claras: al centrar foco y secuenciar acciones, ese entorno fomenta la atención y la concentración. Y ojo con el componente social: incluso saliendo a correr en solitario, se generan interacciones y sensación de pertenencia que protegen la salud mental.

Envejecimiento cerebral y neuroprotección

Con los años, el cerebro pierde volumen: se afina la corteza, menguan la sustancia gris y blanca y se amplían los ventrículos. Esa atrofia se asocia a menor capacidad metabólica y, cuando el metabolismo cae, el ventrículo tiende a aumentar. La actividad física puede actuar como freno: al mejorar el uso de energía, ralentiza la pérdida de tejido y preserva circuitos.

La evidencia por imagen es contundente. Se han observado incrementos del volumen del hipocampo en quienes entrenan, y en mayores, ejercicio regular se asocia con más sustancia gris en áreas sensibles a la degeneración. Un estudio con más de 10.000 personas halló mayor volumen en regiones clave de materia gris y blanca, así como en el hipocampo, en practicantes habituales.

Además de estructura, cambia la inmunidad cerebral: en modelos animales, el ejercicio rejuvenece la expresión génica de la microglía (las células “vigilantes” del sistema nervioso), devolviéndola a patrones de juventud. A esto se suman efectos antiinflamatorios sistémicos y mejoras del flujo y la oxigenación, lo que ayuda a contener procesos neurodegenerativos como el alzhéimer.

En población de entre 50 y 70 años, la actividad física retrasa la edad de inicio de enfermedades neurodegenerativas y disminuye la mortalidad por todas las causas; incluso se han visto menos marcadores patológicos en fases silentes del Alzheimer en personas físicamente activas.

Dosis y tipo de ejercicio: ¿qué funciona mejor?

La Organización Mundial de la Salud propone un mínimo de 150 minutos semanales de actividad moderada o 75 de vigorosa, con beneficios añadidos si se llega a 300 minutos semanales, como explican las 6 razones que hacen practicar ejercicio más efectivo para la salud global. Traducido al día a día, también se puede organizar en sesiones de 45‑60 minutos casi a diario para afianzar el hábito y sostener las ganancias cognitivas y emocionales.

El ejercicio aeróbico es la baza principal para el cerebro. Trabajar entre el 50‑70% de la frecuencia cardíaca máxima (moderado) aporta efectos notables, y algunos autores sitúan respuestas muy beneficiosas en el 60‑70% y hasta el 70‑80% si la condición física lo permite. En la práctica, hablamos de caminar a buen ritmo, correr con comodidad, pedalear en llano o cuesta ligera, nadar suave o bailar a ritmo sostenido.

¿Y la fuerza? Desde el prisma emocional, fuerza y aeróbico rinden parejo; a nivel cognitivo, los metaanálisis tienden a otorgar ventaja al componente aeróbico, si bien combinar modalidades es ideal para la salud global. Importa distinguir entre “vida activa” y ejercicio: moverse más está bien, pero para exprimir los beneficios cerebrales conviene entrenar de forma estructurada (al menos tres veces por semana).

La hormesis explica la dosis: el ejercicio funciona con una curva en U invertida (o J, según dónde pongas el foco). Entrenar poco mejora; pasarte de rosca resta o incluso perjudica. El punto óptimo varía según la persona y la fase de la vida; la frecuencia cardíaca es una guía útil para ajustar intensidad y duración.

Un apunte motivador: incluso niveles moderados como caminar menos de 4.000 pasos al día han mostrado efectos positivos en parámetros de salud cerebral. Claro, a mayor dosis razonable, más beneficio, pero saber que un mínimo ya suma ayuda a empezar y a mantenerse.

Epigenética: 4 semanas para empezar a “tocar” genes

La epigenética describe cómo el entorno enciende o apaga genes sin cambiar la secuencia del ADN. En el cerebro, esto se traduce en neuroplasticidad y memoria. Tras cuatro semanas de ejercicio pueden detectarse cambios epigenéticos que desactivan genes de riesgo, mediando parte de los beneficios.

Los protagonistas incluyen microARN (microRNA), pequeñas hebras de ARN muy expresadas en el cerebro que regulan proliferación, diferenciación, muerte celular y consolidación de memoria. Se ha visto que el ejercicio modula microARN concretos, como miR‑21, con capacidad para mitigar efectos de lesiones cerebrales traumáticas y mejorar la función cognitiva ligada al envejecimiento.

El impacto puede ir más allá del individuo: en estudios con animales, la descendencia de progenitores corredores mostró más neuronas nuevas y circuitos más activos, con mejor rendimiento en tareas. Este traspaso intergeneracional, presumiblemente epigenético, sugiere que llevar una vida activa deja huella que puede heredarse.

Neurorehabilitación y daño cerebral

En rehabilitación, el ejercicio terapéutico es piedra angular. Mejora procesos básicos como atención, percepción y memoria, lo que impulsa el aprendizaje de nuevas habilidades y la recuperación funcional. El componente aeróbico, en concreto, tiene un papel neuroprotector frente al deterioro cognitivo tanto en envejecimiento normal como patológico.

En ictus isquémico, el entrenamiento favorece la plasticidad y reduce secuelas motoras; en traumatismo craneoencefálico, la regulación epigenética inducida por ejercicio contribuye a amortiguar el golpe sobre redes neuronales. Sumado a la angiogénesis y a la optimización del metabolismo cerebral, conforma una base sólida para integrar el ejercicio en planes de recuperación.

Neurotransmisores y moléculas clave del “subidón” cerebral

La dopamina regula motivación, recompensa y funciones ejecutivas como la toma de decisiones; con ejercicio se ajustan sus niveles y mejora el rendimiento cognitivo en tareas que exigen foco. La serotonina estabiliza el ánimo, regula apetito y sueño, y su aumento con el entrenamiento se asocia a menos ansiedad y depresión.

El IGF‑1, al alza con el ejercicio, dialoga con el BDNF para favorecer plasticidad sináptica y neurogénesis en hipocampo. Si el BDNF se bloquea, sufren el aprendizaje y la memoria; si se estimula, florecen. No es casual que protocolos que combinan actividad física y fármacos antidepresivos hayan observado incrementos muy marcados de BDNF.

La acetilcolina, indispensable para la activación muscular, lubrica también funciones atencionales y de memoria, y su buen tono es un aliado contra el deterioro neurológico. Las endorfinas reducen la percepción de dolor y generan bienestar (sí, la famosa “euforia del corredor”). Con los endocannabinoides, completan un cóctel que afianza la adherencia al hábito.

Lo social, el equilibrio y los matices clínicos

Entrenar en grupo o simplemente coincidir con gente al correr o caminar genera vínculos y sensación de pertenencia, un plus para la salud mental. Por contra, el sobreentrenamiento puede volverse obsesión y elevar el riesgo de trastornos de la conducta alimentaria o dismorfia corporal. Encontrar el punto justo y no cruzar ciertas líneas es esencial.

En depresión leve-moderada, grandes estudios equiparan los efectos del ejercicio a los de antidepresivos, si bien no se debe suspender medicación sin supervisión. De hecho, hay evidencia que sugiere que “no ejercitarse es como tomar un depresivo”, una imagen potente que resume el valor de moverse para el cerebro.

Existen matices por sexo y antecedentes: en hombres y en mujeres sin base genética para la depresión, el ejercicio intenso puede ser especialmente útil; cuando hay componente hereditario en mujeres, conviene optar por pautas más suaves, manteniendo la constancia.

Para el día a día, alternar actividades (caminar deprisa, nadar, bici, baile, fuerza bien dosificada) mantiene alto el compromiso y estimula la memoria de trabajo con nuevos patrones motores. Además, las relaciones personales ejercen un efecto neuroprotector, otro motivo para sumar deporte al ocio compartido.

Mirándolo en conjunto, entrenar de forma regular actúa sobre vasos, neuronas, genes y neurotransmisores para reforzar memoria, atención y estado de ánimo; pone freno al deterioro asociado a la edad, retrasa la aparición de demencias y mejora la evolución cuando hay patología; reduce cortisol, ansiedad y depresión; y lo hace con la dosis justa —150 minutos semanales de moderado como base y más ventajas al llegar a 300—, mejor con predominio aeróbico y con el plus de una vida social activa y un ojo puesto en la hormesis para no pasarse; así, el cerebro se mantiene más grande, más conectado y más resiliente a lo largo de los años.

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