El debate sobre las causas del comportamiento violento suele fijarse en la desigualdad, los traumas o las drogas. Sin embargo, un frente menos obvio ha cobrado fuerza: qué papel desempeña la alimentación en cómo regulamos las emociones y los impulsos.
La creciente disponibilidad de alimentos ultraprocesados en la dieta cotidiana no solo pesa en la balanza de la obesidad y la diabetes. Investigaciones recientes apuntan a que también podrían influir en el funcionamiento cerebral que gobierna el autocontrol y la impulsividad, e incluso favorecer patrones de consumo con rasgos de adicción.
Cerebro y alimentación: una relación con matices
La literatura científica viene mostrando que lo que comemos afecta al sistema nervioso central. Dietas con abundancia de ultraprocesados y escasez de nutrientes esenciales se asocian a cambios en la microbiota, estado de inflamación crónica y disfunciones en áreas como la corteza prefrontal, clave para la toma de decisiones y el control de impulsos.
Un trabajo publicado en The American Journal of Psychiatry describió que los hábitos de vida poco saludables —dieta pobre y sedentarismo— se relacionaban con marcadores inflamatorios más altos, con posibles efectos negativos sobre la salud mental. Aunque no prueban causalidad, estos hallazgos sugieren mecanismos biológicos plausibles.
Desde la psicología se han observado vínculos entre el consumo habitual de ultraprocesados y impulsividad, hostilidad y malestar emocional. En adultos con sobrepeso y síndrome metabólico, un estudio longitudinal (2019) asoció mayor impulsividad con menor adherencia a patrones dietéticos saludables y una preferencia por la llamada dieta occidental, rica en azúcares y grasas de mala calidad.
En adolescentes, una investigación en España encontró que más ultraprocesados se asociaban con dificultades emocionales y conductuales (ansiedad, problemas de atención y comportamientos disruptivos). Son resultados correlacionales, pero apuntan a que ciertos hábitos alimentarios pueden erosionar la autorregulación.
Parte del atractivo de estos productos es su diseño hiperpalatable: combinaciones de azúcares, grasas y aditivos que activan los circuitos de recompensa, de forma comparable (en patrón, no en magnitud) a algunas sustancias psicoactivas. De ahí que se observen antojos, consumo compulsivo y dificultades para reducir su ingesta.

Adicción a los ultraprocesados: qué revela un nuevo estudio
Un equipo de la Universidad de Michigan (EE. UU.) analizó la prevalencia de la adicción a estos productos en adultos mayores mediante una encuesta representativa (nacional) con 2.038 participantes, edad media 63,6 años. El trabajo, publicado en Addiction, empleó la Escala de Adicción a la Comida de Yale modificada (mYFAS 2.0), basada en criterios clínicos usados en trastornos por consumo de sustancias.
La escala recoge 13 experiencias con alimentos y bebidas ultraprocesados: antojos intensos, intentos fallidos de reducir su consumo, sintomatología de abstinencia o evitar planes sociales por miedo a comer en exceso. Con ese instrumento, el estudio estimó que entre quienes tienen actualmente 50-64 años (Generación X y Baby Boom tardío) el 21% de las mujeres y el 10% de los hombres cumplen criterios de adicción. En el grupo de 65-80 años, las tasas descienden al 12% en mujeres y 4% en hombres.
Para la autora principal, Ashley Gearhardt, y su equipo, las cifras superan con creces los porcentajes de consumo problemático en otras sustancias en población mayor, y enlazan con la época en que estos productos se generalizaron en los 80. Según Lucy K. Loch (UM), la expansión de un entorno alimentario dominado por ultraprocesados coincide con etapas sensibles del desarrollo en estas cohortes.
Además, quienes cumplían criterios de adicción mostraban mayor probabilidad de peor salud física o mental y de sentirse aislados socialmente. Los autores insisten en que hablamos de asociaciones en un corte transversal, pero la señal es consistente: cuanto más problemática la relación con estos productos, peores indicadores de bienestar.

Brechas de género y factores que aumentan el riesgo
La adicción a ultraprocesados presenta un patrón inverso al de muchas sustancias: es más prevalente en mujeres mayores. Una hipótesis alude a la comercialización agresiva de productos “light” y dietéticos dirigida a ellas desde los 80, a menudo ricos en carbohidratos refinados y formulados para resultar muy apetecibles.
El estudio detectó fuertes asociaciones con la autopercepción de sobrepeso. Entre los 50 y 80 años, quienes se describían con sobrepeso tenían probabilidades mucho mayores de cumplir criterios de adicción: hasta 11 veces más en mujeres y 19 veces más en hombres, en comparación con quienes se consideraban en peso adecuado. En términos absolutos, cumplían criterios el 33% de mujeres que se veían con sobrepeso y el 17% de hombres en esa misma situación.
También emergieron vínculos con la salud mental y física: en hombres con salud mental regular o mala el riesgo se multiplicó por cuatro, en mujeres casi por tres; con la salud física regular o mala, por tres en hombres y casi por dos en mujeres. Quienes referían sentirse aislados parte del tiempo o con frecuencia tenían más del triple de probabilidades de presentar adicción que quienes no se sentían solos.
Un punto sensible son los ultraprocesados que se presentan como “bajos en grasa”, “altos en proteínas” o “ricos en fibra”. Pese al envoltorio saludable, siguen siendo formulaciones diseñadas para maximizar el antojo, lo que puede boicotear los intentos de reducir calorías, especialmente bajo presión social por el peso.
Conducta, impulsividad y prevención: qué se puede hacer
La relación entre ultraprocesados y conducta es compleja y no admite atajos. Aun así, hay señales de que mejorar el perfil nutricional puede tener efectos conductuales positivos en contextos de alta vulnerabilidad. En ensayos con población reclusa en Reino Unido y Países Bajos, la administración de suplementos (vitaminas, minerales y ácidos grasos esenciales) se asoció con menos infracciones disciplinarias —hasta un 26% menos frente a placebo y un 35% menos tras dos semanas en adherentes—.
Estos resultados no implican que una mala dieta “cause” violencia, pero apoyan que la nutrición actúa como modulador del comportamiento cuando confluyen factores como impulsividad, estrés crónico o deterioro emocional. De ahí que cobren interés las intervenciones en escuelas y prisiones, así como entornos comunitarios donde los ultraprocesados son omnipresentes.
También es clave el enfoque preventivo: facilitar el acceso a alimentos frescos, reducir la exposición a publicidad agresiva de productos muy palatables y fomentar habilidades para reconocer el consumo compulsivo. Todo ello, sin reduccionismos: la violencia y la adicción son fenómenos multicausales y requieren abordajes integrales.
El conjunto de la evidencia dibuja un escenario claro: los ultraprocesados están profundamente integrados en nuestros hábitos y en el entorno alimentario, y parte de su éxito comercial descansa en propiedades que refuerzan el consumo. Lo razonable es asumir esa realidad y construir estrategias —desde lo individual a lo público— que reduzcan la exposición y faciliten elecciones más saludables.